lunes, 6 de julio de 2009

SIBELIUS


JEAN SIBELIUS

Se sentaban al final de la clase.

MJMB (Fefe) y FNF (Paco), greñas poderosas formando numerosos cuernos de cabello apelmazado, analizaban el mundo, aún nuevo para ellos, desde los últimos pupitres de la clase.

El profesor de filosofía (1)

(Canoso, con el cigarrillo machadiano apagado pero dispuesto para ser encendido en la siguiente pausa de clase. El profesor de filosofía, que iba a los congresos de profesores de filosofía que acontecían en el mundo, hablaba latín como otros blasfemaban. Hamburgo, Asís, París, Oxford, quizá en otras ciudades más modestas aunque Fefe y Paco preferían imaginarlo en esos lugares mágicos, en claustros en los que se había construido el mundo. Allí, otros profesores de filosofía, bien canosos todos, bien calvos algunos, las gafas pequeñas apoyadas en la punta de la nariz, se comunicaban todos en latín. En un latín inexistente, de libro de gramática, pespunteado con los jirones provenientes de textos latinos. Un Frankenstein amartillado con papeles viejos, libros, pergaminos, copiados, recopiados, retocados, manipulados un millón de veces por legiones de amanuenses y hermeneutas siglo tras siglo. Fefe y Paco se imaginan a esos hombres sabios intercalando citas de Virgilio, Catulo, Juvenal. Los ven en pasillos monumentales, protegidos por arcos góticos, en claustros universitarios donde estudian las elites del mundo. Por todas partes hay humo de cigarrillos. Humo que les llega a los filósofos a las rodillas. Parece como si todos hubieran alcanzado la gloria celestial, ese paraíso eterno formado por nubes de algodón)

El profesor de filosofía (2)

Se llamaba V. Se paseaba por la clase permanentemente. Llevaba las manos entrelazadas en la espalda. Tenía una poderosa cabeza blanca, pelos blancos en las cejas pobladas, hebras blancas y grises en un mostacho que nunca llegaría a ser nietzscheano. Se demoraba en la explicación de los filósofos. Contaba alguna anécdota: un cuento bien tramado, escueto, pero que abría puertas para siempre. Todos los estudiantes estaban atentos. Nadie osaba levantar una voz, o levantarse, o liar pajarraca. El profesor V raramente se enfadaba. Cuando alguien sobrepasaba uno de los escasos límites establecidos, V se acercaba y lo miraba y, entonces, volvía el orden. F y P comentaron la jugada muchas veces: este tío mira como un gigante varios millones de veces más grande que tú. O como en esas películas de Semana Santa en las que nunca se le ve el careto a Jesucristo pero sí a los que lo miran con arrobo y se encuentran con sus ojos y sus vidas cambian para siempre.

Un día el profesor de filosofía trajo una novedad a clase. Los estudiantes tenían uno de esos controles rutinarios con los que se iban entrenando para el próximo examen de Selectividad:

—Si no les molesta, les voy a poner música durante el examen.

Nadie dijo nada. Los estudiantes preparaban los folios, los bolígrafos. V sacó una cinta de casete blancuzca con ribetes anaranjados. Dijo el tema del examen. Dijo el tiempo que duraría la prueba. Los bolígrafos empezaron su carrera sobre los folios en blanco. V apretó el botón de play y se sentó en el borde de la mesa. No hubo ningún sonido durante unos segundos. Entonces, se escuchó algo parecido a una sirena en la bruma y una voz surgió como de un lugar muy lejano y muy distinto. Era la voz de un locutor de radio, una voz que venía de otra época: Radio Nacional de España, Radio Clásica, les ofrece la opus 22, Lemminkainen Suite, de Jean Sibelius.

Jean Sibelius

Y, de pronto, surgió la belleza, la desesperación, el misterio, una emoción incontenible y fantasmal que se iba extendiendo por aquella clase que olía a chicle de fresa. Los estudiantes no levantaron los ojos de sus papeles, seguían con sus preocupaciones: la lucha con la redacción, el regurgitar de ideas antiguas, fechas, nombres de gente muerta.
V seguía sentado en el borde de la mesa contemplando las cabezas gachas y concienzudas. El casete giraba deteriorado, gastado por el uso, aunque la música se percibía como si aquellas paredes hubieran topado con un continente definitivamente nuevo. Desde las ventanas se veía el barrio obrero, los jardines arrasados, las grúas en el horizonte. Sibelius podría haber pasado desapercibido para todos aquellos chicos de barrio más interesados por Mecano o M. Jackson que por la música clásica. Podría haber pasado desapercibido. Casi lo fue.
Al final, V apagó el casete y recogió los exámenes. Se despidió. Echó mano a su mechero de plástico. Dos estudiantes se acercaron:
—-¿De quién es esta música, V?—preguntó el más valiente.
—Jean Sibelius, un músico finlandés.
—Es alucinante—V miró a los chicos con cierta socarronería, como si no los creyera. Sacó la cinta y se la ofreció.
—Para vosotros—el más valiente aceptó el regalo.

La cinta se deshizo un día, muchos años después, cuando V ya había olvidado para siempre a aquellos estudiantes. La música de Sibelius sigue; tal vez, siga en el espacio, más allá de nuestro sistema solar porque las ondas de radio se propagan indefinidamente según dicen algunos.

SI QUIERES ESCUCHAR ESTA MÚSICA PINCHA EN LAS SIGUIENTES DIRECCIONES
http://www.youtube.com/watch?v=6B5_l-yUFsE

http://www.youtube.com/watch?v=XtIw5AkUEsE

http://www.youtube.com/watch?v=MbiNqfZuEgY